BIFURCACIÓN LA DEL JARDÍN
Porque estaba enamorado y quería casarse y forjar una familia y alcanzar ese oscuro objeto de deseo, inextricable y confuso, que los hombres llaman felicidad, el médico Semmelweis andaba preocupado por la muerte, súbita, inexplicable, de jóvenes mujeres tras el trance de dar a luz. Espoleaba su inquietud el hecho de que muriesen más de ellas en un pabellón que en otro del hospital donde ejercía, y más a manos de médicos que de parteras.
Esto último le preocupaba severamente, y en otro mundo de los muchos que pueblan un universo múltiple, acaso pudiera sospecharse en una suerte de asesino en serie, desequilibrado, que por culpa de una orfandad lejana, quisiera perpetuar su mal en todo recién nacido. Semmelweis mutaría entonces en detective aficionado, aun cuando todo científico lo sea ya.
Puesto a investigar descartó como posibles razones el hacinamiento, mayor en el pabellón con menos muertas, las causas telúricas (estas asolaron en efecto todo un mundo pero en el nuestro no serían tan selectivas) o el impacto psicológico del sonido de una campanilla que emitía sacerdote tocando a difuntos cuando pasaba por el fatal pabellón (en otro la campanilla del sacerdote precedía a las comuniones).
Su intuición le permitió conectar la sala de autopsias del temible lugar, el hedor a cadáver que fluían de las manos de los estudiantes que luego asistían en los partos y la mortandad de las madres: en otro mundo Semmelweis es un enterrador.
El azar, el azar que guía todo descubrimiento humano le dio la clave: uno de sus colegas murió tras herirse con un escalpelo mientras practicaba una autopsia y reveló síntomas semejante a la fiebre puerperal, la peste que mataba a las pacientes. En todos los mundos se da este accidente fatal porque lo que nuestra limitada perspectiva llama casualidad es, sub specie aeternitatis, nuda necesidad.
Exigió a sus asistentes que se lavaran las manos con agua y jabón, pero, al constatar que el hedor a corrupción no remitía, prescribió sumergirlas en hipoclorito cálcico hasta que desapareciese. Prueba en su opinión de que la materia cadavérica, que hoy llamamos gérmenes y en otros mundos otras cosas, se había eliminado por completo.
Hizo público su descubrimiento mas no contó sino con el rechazo de la clase médica, que se escandalizó ante la sola posibilidad de ser los responsables de la mortandad de sus propias pacientes. Tampoco le fue de gran ayuda que su teoría contara, como supuesto implícito, una materia -la cadavérica- cuya influencia -oscura e ininteligible- en los seres vivos parecía obra de la magia.
Porque sus colegas se preciaban de positivistas y rendían culto a la sacrosanta relación causa-efecto. Una substancia, cadavérica y todo, capaz de provocar tales repercusiones aireaba sus profundos e irracionales recelos, acaso las dudas que Semmelweis siempre les inspiró. En otros mundos, ellos eran inquisidores generales, censores, decuriones, jefes de personal, centauros, polillas, ratas de biblioteca con grandes quevedos y los ojos anegados en sangre, el corrector de un ordenador o la inmensa tachadura que puede entreverse en el perfil más lejano del universo.
En otro mundo, Semmelweis se defendió como lo hizo Galileo, Bruno, o Darwin ante las caricaturas que lo presentaban con cuerpo de mico pero con su rostro anciano y su barba venerable. O Sócrates o Nabokov… se justificó ante las burlas y el desprecio y la seguridad de que erraba porque no pasaba de ser un mal científico.
Quedó excluido y solo, en vano continuó su lucha, la brega inacabable de quien sabe que le asiste la razón toda mientras que sus correligionarios -o contemporáneos-, en la seguridad de sus convicciones, con la certeza absoluta de su colección de verdades, pueden tranquilamente darle la espalda e ignorar, por fútiles, sus argumentos al completo. En todo los mundos, empero, la ignorancia es siempre la misma, constituye un mar indiferenciado y reversible -pues no lo cambia ni el viaje de la nave ni su naufragio-, la completa, la absoluta e inmodificable Nada.
Cuentan que enloqueció y purgó sus penas en el abrazo de una prostituta, sin dejar de escribir cartas defendiendo su descubrimiento y las primeras medidas antisépticas que a él debemos en primer lugar. Su familia logró encerrarlo en un frenopático, donde murió a consecuencia de la paliza que le propinaron sus guardianes. No obstante, a mí me gusta más lo que me contaron, que Semmelweis probó la bondad de sus tesis hundiendo en su carne un bisturí maculado de sangre de un cadáver para morir así del mal que quería erradicar.
En otro mundo, de los infinitos que pueblan un universo múltiple, él es un santo que padece martirio, y expira.
Esto último le preocupaba severamente, y en otro mundo de los muchos que pueblan un universo múltiple, acaso pudiera sospecharse en una suerte de asesino en serie, desequilibrado, que por culpa de una orfandad lejana, quisiera perpetuar su mal en todo recién nacido. Semmelweis mutaría entonces en detective aficionado, aun cuando todo científico lo sea ya.
Puesto a investigar descartó como posibles razones el hacinamiento, mayor en el pabellón con menos muertas, las causas telúricas (estas asolaron en efecto todo un mundo pero en el nuestro no serían tan selectivas) o el impacto psicológico del sonido de una campanilla que emitía sacerdote tocando a difuntos cuando pasaba por el fatal pabellón (en otro la campanilla del sacerdote precedía a las comuniones).
Su intuición le permitió conectar la sala de autopsias del temible lugar, el hedor a cadáver que fluían de las manos de los estudiantes que luego asistían en los partos y la mortandad de las madres: en otro mundo Semmelweis es un enterrador.
El azar, el azar que guía todo descubrimiento humano le dio la clave: uno de sus colegas murió tras herirse con un escalpelo mientras practicaba una autopsia y reveló síntomas semejante a la fiebre puerperal, la peste que mataba a las pacientes. En todos los mundos se da este accidente fatal porque lo que nuestra limitada perspectiva llama casualidad es, sub specie aeternitatis, nuda necesidad.
Exigió a sus asistentes que se lavaran las manos con agua y jabón, pero, al constatar que el hedor a corrupción no remitía, prescribió sumergirlas en hipoclorito cálcico hasta que desapareciese. Prueba en su opinión de que la materia cadavérica, que hoy llamamos gérmenes y en otros mundos otras cosas, se había eliminado por completo.
Hizo público su descubrimiento mas no contó sino con el rechazo de la clase médica, que se escandalizó ante la sola posibilidad de ser los responsables de la mortandad de sus propias pacientes. Tampoco le fue de gran ayuda que su teoría contara, como supuesto implícito, una materia -la cadavérica- cuya influencia -oscura e ininteligible- en los seres vivos parecía obra de la magia.
Porque sus colegas se preciaban de positivistas y rendían culto a la sacrosanta relación causa-efecto. Una substancia, cadavérica y todo, capaz de provocar tales repercusiones aireaba sus profundos e irracionales recelos, acaso las dudas que Semmelweis siempre les inspiró. En otros mundos, ellos eran inquisidores generales, censores, decuriones, jefes de personal, centauros, polillas, ratas de biblioteca con grandes quevedos y los ojos anegados en sangre, el corrector de un ordenador o la inmensa tachadura que puede entreverse en el perfil más lejano del universo.
En otro mundo, Semmelweis se defendió como lo hizo Galileo, Bruno, o Darwin ante las caricaturas que lo presentaban con cuerpo de mico pero con su rostro anciano y su barba venerable. O Sócrates o Nabokov… se justificó ante las burlas y el desprecio y la seguridad de que erraba porque no pasaba de ser un mal científico.
Quedó excluido y solo, en vano continuó su lucha, la brega inacabable de quien sabe que le asiste la razón toda mientras que sus correligionarios -o contemporáneos-, en la seguridad de sus convicciones, con la certeza absoluta de su colección de verdades, pueden tranquilamente darle la espalda e ignorar, por fútiles, sus argumentos al completo. En todo los mundos, empero, la ignorancia es siempre la misma, constituye un mar indiferenciado y reversible -pues no lo cambia ni el viaje de la nave ni su naufragio-, la completa, la absoluta e inmodificable Nada.
Cuentan que enloqueció y purgó sus penas en el abrazo de una prostituta, sin dejar de escribir cartas defendiendo su descubrimiento y las primeras medidas antisépticas que a él debemos en primer lugar. Su familia logró encerrarlo en un frenopático, donde murió a consecuencia de la paliza que le propinaron sus guardianes. No obstante, a mí me gusta más lo que me contaron, que Semmelweis probó la bondad de sus tesis hundiendo en su carne un bisturí maculado de sangre de un cadáver para morir así del mal que quería erradicar.
En otro mundo, de los infinitos que pueblan un universo múltiple, él es un santo que padece martirio, y expira.
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