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Vestigios de la humanidad

Las primeras prospecciones habían sido en vano; los montones de basura imposibilitaban la recolección de datos.

En los más recientes dispositivos aéreos, frente a la inviabilidad probada de las aproximaciones geofísica en tierra, residía la última esperanza de detectar algún vestigio de humanidad. Bajo aquellas largas cordilleras de residuos producidos y acumulados durante decenios, se creía poder encontrar todavía un espécimen del hombre moderno.
El mapa, que antaño había representado orgulloso la belleza de sus relieves, reflejaba ahora una topografía sórdida, de la que se desprendía un hedor asfixiante.

Pero para aquella civilización, que se postulaba como el inexorable retoño nacido del ocaso humano en un entender cíclico de la existencia, no existía forma capaz de extenuar su afán por conocer sus antepasados.

Y, finalmente, los sondeos dieron resultados. El emperador decidió, entonces, enviar un equipo multidisciplinar de intervención.

El grupo, llegado de “La Nueva Tierra” ataviado con trajes protectores que revelaban unas formas cada vez más alejadas de los caracteres antropomorfos, inició rápidamente la excavación en el enclave donde se había detectado mayor índice de antigua actividad. Unas catas preliminares, la apertura de algunas zanjas, un barrido superficial y las primeras mediciones; todo ello desveló una estratigrafía poco definida, muy compleja.
Delimitado el perímetro de actuación y provistos con herramientas adecuadas, eliminaron las capas de mugre más próximas a la superficie que, lejos de contener información relevante, se habían convertido en una pasta viscosa ennegrecida por los años de inhabitabilidad.

Al cabo de los días, fueron apareciendo, primero en menores cantidades, luego mantos extensos, unos objetos, completamente desconocidos para los investigadores, de formas variables, pero predominantemente rectangulares y delgados. Recurrieron a las fuentes escritas y los testimonios audiovisuales conservados y pudieron identificarlos con unos artefactos que antiguamente se habían designado con el nombre de “móviles”. Recogieron algunos de ellos, no sin antes filtrarlos por una especie de tamiz y darles un primer lavado con el propósito de separarlos de la roña entre la que estaban mezclados, y los guardaron.

Hubieron de transcurrir varias semanas, durante las cuales despejaron ingentes cantidades de inmundicia del yacimiento, hasta que creyeron encontrar aquello que habían ido a buscar; de la “tierra” sobresalía un trozo de cráneo que conservaba todavía restos de carne y pelo.
Aplicando la metodología y los instrumentos reglamentarios para estos casos, apareció, descompuesto por el paso del tiempo -un proceso que sin duda se vio acelerado por los evidentes factores externos- un ser encorvado fundido en una silla. La cabeza estaba completamente inclinada hacia abajo, pendiendo de las cervicales, la espalda doblegada hacia el interior y el pecho encogido; su atención se dirigía a unos dedos agarrotados que sostenían, aun con fuerza, lo que parecía uno de aquellos aparatos tecnológicos encontrados días antes.
A su alrededor, difícilmente diferenciable del resto de deshechos de no ser por sus marcas de uso, se descubrieron fragmentos de residuos plásticos que, muy probablemente, hubieran contenido productos alimentarios de ingesta rápida y cuyo abuso se manifestaba en el gran número de remanentes.

La toma de cotas finales, como ya había evidenciado la propia superposición estratigráfica, permitió afirmar con total seguridad que el hombre había quedado sepultado por sus propios desechos en una vorágine productiva y consumista que no debió ser nada agradable.

Todos aquellos hallazgos fueron debidamente registrados y embolsados para, posteriormente, en un lugar lejano, ser depositados, junto con otros descubrimientos, en grandes almacenes, en enormes contenedores de vida, donde morirían por segunda vez.
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