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Había llegado

“¡No le des más gas! que este tramo es de 40 km/h” pensaba mientras se daba cuenta de que conducía la moto totalmente ida.
Hacía tiempo que su cabeza andaba perdida y el problema es que no sabía encontrarse. Se preguntaba una vez tras otra quién era esa señora que le devolvía una mirada triste en el espejo y no su sonrisa habitual con hoyuelo. ¿A qué venía esa opresión en el pecho que nunca antes había sentido y le cerraba el estómago? ¿Qué le estaba pasando?…
“Las putas hormonas, -se repetía- deben ser las hormonas. Me he quedado sin estrógenos. Esto debe ser el climaterio”. Su mente científica empezaba el viaje racional hasta sus ovarios intentando buscar una explicación. Conocía bien la fisiología detrás de este desbarate hormonal y todos sus nuevos síntomas reafirmaban su hipótesis. Era el momento de los sofocos, el dormir mal, el no saber qué me pasa, el momento de la melancolía... Sin embargo, por mucho que intentaba entender la situación, biológicamente explicable, se quedaba encallada con esa opresión en el pecho que llevaba días sin dejarle comer.
“Pero, ¿qué mierda es ésta?, ¿qué me está pasando?” Y de repente lloraba. Ella, la fuerte, la alegre, la sonriente, la feliz, la triunfadora, la chica del hoyuelo.
Frenó la moto justo con el semáforo en ámbar y como de costumbre miró por el retrovisor. No era cuestión de que algún bestia se saltara el semáforo y la matara estando así de agobiada sin resolver lo que le pasaba. No era el momento. Los pensamiento recurrentes de los últimos meses volvían a su mente mientras esperaba que el semáforo se pusiera en verde. “¿Y si ya no me gusta mi trabajo? ¿Y si ya no sirvo?, ¿Y si ya no consigo nunca nada?”
Arrancó de nuevo y sacudió la cabeza para alejar esos pensamientos, no eran buenos compañeros subida en una moto.
Intentaba cantar, pero no le salía nada, ni la de Shakira. Y entonces decidió hablarse en voz alta, casi gritando escondida tras el casco negro integral que cubría su madurez y su nueva cara.
Empezó a repetirse como un mantra: “Yo no soy mi curriculum. Yo no soy mis citas. Yo no soy mi trayectoria. Yo no soy mis logros. Yo no soy mi éxitos. Yo no soy números de un ranking. Yo no soy eso. Yo no soy eso. Yo no soy eso”. Y le dio algo más de gas a la moto, justo en una de esas avenidas largas y se gritó con la voz algo quebrada y emocionada:
“Yo soy una mujer que a sus 50 años se ha quedado sin estrógenos, sin ovarios, que necesita entender lo que le pasa y saber que no está sola. Una mujer que necesita que la saquen por un tiempo de la vida, y que la pongan en pausa. Pausa para tener aire suficiente que respirar sin tener prisa, para poder no hacer nada sin sentirse culpable, para permitirse no sentirse fracasada, y mostrarse vulnerable”.
Sin ser muy consciente, se encontró en su destino de repente y aparcó la moto con la palabra fracaso aun rebotando en sus neuronas, sintiéndose triste y fea. Su destino, curiosamente, era el lugar donde empezó su trayectoria profesional. ¡Qué caprichosa que es la vida! 30 años antes solía aparcar allí su moto sin imaginar ni por asomo lo que la vida le depararía. Y ahora, inmersa en plena crisis vital, sonrió. Se le vinieron encima esos 30 años de golpe y abrió mucho los ojos y la boca para respirar profundo.
Caminó contenida hacía el congreso al que iba de oyente. Y la vida, que siempre solía portarse bien con ella, ese día le regalaba una sorpresa. Al reencontrarse con el lugar y la gente de su juventud, sin esperarlo, ni buscarlo, fue consciente de lo que ella era. Más allá de su posición, y llegara donde llegara, aquella chica motera de hoyuelos, seguía siendo una motera de hoyuelos pero más madura que tenia la inmensa fortuna de ser una persona querida. Alguien a quien los demás quieren abrazar cuando llora.
De repente, parecía haber encontrado la respuesta; ya está, ya he llegado. Es eso, ya he llegado, ya no tengo que seguir corriendo, quizás ya he llegado.
Y esa sensación de empatía con las personas la rodeó y se sintió abrazada por los demás.
Ese día, empezó a medicarse en busca de los estrógenos perdidos, con la confianza en que de nuevo, gracias a la ciencia, la melancolía de su irreconocible mirada se iría alejando pastilla a pastilla. Había llegado.
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