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Pando

Esta sensación comienza donde promete extinguirse, me extiende tanto que me arrincona, así me hace perpetua. Siento, lo mismo el frío invierno de la tundra que el selvático verano. Anhelo algo que está por llegar, que me asusta, que me constata, que me barrunta. Tras el desconcierto vuelve y me conmueve. Deben ser los resabios de haber sido alguien.

Llegué a tener un cuerpo de treinta y dos años y una memoria de veinte y nueve años y medio. Hoy soy milenaria, casi incorpórea, casi omnisciente. Todo lo que recuerdo de «mí», mientras fui una «yo» cabe exactamente en el periodo de una órbita de Saturno.

Tenía tres años y medio. Yo estaba sentada sobre los hombros de mi padre y él —mientras andaba— alcanzaba para mí el dulce rocío de las más altas hojas de un fragante eucalipto. Desde ese día de inaugural conciencia, hasta el día triunfal de la última y eficaz CNHT (Conexión Neuro-Hifal Trascendente), todo lo que recuerdo fue mío. Tenía como se tiene un lápiz en la mano, una historia propia, una biografía. A cambio de ser alguien no era nada en absoluto. Pero a partir de aquella tarde autumnal del año 2103, soy menos y estoy en más.

Transferí mi conciencia a un meta holobionte llamado Pando, un solo árbol de Populus tremuloides extendido por hectáreas que contiene entre sus micorrizas un subsistema análogo a lo que fue la parte neuronal de mi conciencia humana. Era una mujer, ahora soy un bosque. Era un primer recuerdo envuelto como una perla en capas nacaradas de autopercepción, ahora soy toda la actualidad de esta tierra.

Esa sensación huía sin haberse manifestado del todo, era más bien como un temblor que se propaga por lo que hube alguna vez llamado piel, músculo, o hueso. Sentía un cuerpo telúrico, un nervio inmenso en la medida de las nubes, un seso profundo en la cualidad del océano. Altísima como nunca hube estado sobre un farallón de maderado verdor, de musgos y de hormigas.

Durante mucho tiempo creímos —de modo impreciso— que la vida podría definirse exhaustivamente como una tasa entre la cantidad de información ganada y de información perdida que se somete a la selección natural formando poblaciones y linajes de organismos. Pero el árbol de la vida es como este bosque enmarañado en el que estoy —una y múltiple— repartida por todo el humus concebible de la Tierra.

Cuando cambiamos este enfoque pudimos comprender que los seres vivos se encuentran vinculados de modos extravagantemente complejos a la totalidad de su entorno. Lo que experimenta aquel árbol a decenas de kilómetros siento —ahora mismo— en todos los sitios del bosque en el que siéndolo todo, estoy.

Evolucionamos dentro de una misma experiencia de vida. Ante la búsqueda de espacio o alimento, el plasmodio del limo —Physarum polycephalu— se propaga por amplias extensiones teniendo como referencia la sensación receptada por cualquiera de sus núcleos, sin importar lo distantes que se encuentren de la zona que modificará para expandirse y encontrar salidas. Somos como un gran plasmodio, somos un solo árbol. Todos somos Pando. Pronto solo seremos Pando.

Siento mis sienes —ahora extintas— sostienen el eje de la rotación del planeta. Mis párpados —ahora desaparecidos— con el número de los millones se abren amplios como el día entero y se cierran rotundos en una noche pura. Parpadeo y siento millardos de temblores, fardos de perfección invaden mis costillas ahora desmoronadas en hojas.

Si alguien destruía una cantidad considerable de pastizales en el Serengueti, algún curioso científico que habitara en los bosques andinos podría notar después de extensas observaciones que los árboles de Polylepis modificaban —correlativamente— su relación simbiótica con los líquenes, por ejemplo. Todos nos sorprendimos al constatar que las arenas del Sahara fertilizan activamente a las selvas amazónicas, que los bambúes florecen al unísono en cualquier región del planeta sin importar la estación relativa de una región específica. Aún estábamos por descubrir que este fenómeno era trascendente a todos los organismos del planeta, a todas las experiencias de la vida, más allá de la fertilización de un biotopo, más allá de la floración de una planta.

Aprendimos a comunicar las dendritas de nuestras neuronas con las hifas de los hongos en las micorrizas de los bosques y comprendimos que no hay cuerpos individuos donde todo es un solo cuerpo biosférico, dividuo.

Hasta hace poco era poca cosa, humana, mucha cosa, humana. Hoy todo mi ser es el estar de este modo entre las raíces y los micelios de un bosque de álamos temblones.

Saturno ha completado ya tres órbitas desde que mi padre me llevó a beber de aquél perfumado rocío. Ahora este recuerdo palpita en todo lo viviente, porque no soy alguien. Soy una y múltiple. Estoy en Pando. Todos somos Pando.
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