Roca y polvo
–¿Yo qué sé? –dijo Gilbert desde el monitor.
Todavía tenían delante el artefacto, que llevaba cuarenta horas en la vitrina. Si bien tenía la apariencia de un utensilio primitivo, su descubrimiento tenía el potencial de cambiar la concepción que tenía la humanidad de sí misma. Tal vez por esto, y tal vez a pesar de ello, las órdenes eran mantenerlo en el más estricto secreto. Alrededor de él se agrupaban los tres hombres, de entre los cinco del equipo, en un salón austero iluminado por LEDs blancos. Había pequeñas ventanas, a las que ellas llamaban miradores, y muebles de plástico extruido, todos de tonos amarillentos y aires de máxima eficiencia.
– Pues tú eres el antropólogo, o sea que a mí me parece que deberías aportar algo más que un encogimiento de hombros. –le contestó Arnold.
– Ah, ¿queréis mi opinión experta? Haber empezado por ahí –dijo Gilbert, ahora fingidamente dramático–: está en la Luna. No lo hizo un humano. Buscad a un xenobiólogo, esto nos viene grande a todos.
Hubo un momento de silencio. Los ahí presentes estaban, por lo menos en parte, de acuerdo con él, pero con esto no bastaba. De hecho, ya habían pedido más ayuda, pero la sede no quería oír más. Tres días, un consultor discreto y llamadas cortas y esporádicas, les habían dicho, luego hay que declararlo por los canales oficiales. Cuando esto ocurriese, las posibilidades de una filtración a los medios se multiplicaban rápidamente. La balanza estaba, potencialmente, entre hacer una fortuna con la tecnología que fuese y acabar todos en la cárcel por apropiación indebida en territorio del gobierno.
¿Y qué experto elige uno para identificar un jarrón ornamental? Era una buena pregunta, que a ninguno de ellos les correspondió responder. Asignado a dedo, ostensiblemente más por con quién jugaba al polo que por la relevancia de sus estudios, Gilbert se les había aparecido el día anterior como una suerte de ángel corporativo. Y ahora lo tenían delante por segunda vez, tan servicial como la primera. El capitán alzó la voz por primera vez.
–Tiene razón, Gilbert. Ninguno de nosotros acaba de entenderlo. –hizo una pausa. Nadie tuvo la insensatez de interrumpirlo.– Y, aun así, la situación es la que es. Estamos tratando de ganar tiempo, así que lo necesitamos A USTED, incluso con sus más que justificadas objeciones.
–Pues ahora mismo estoy sin ideas. Para la próxima llamada tratad de medir algo más, no sé el qué.
Silencio de nuevo. Arnold seguía sin demasiado interés las monótonas operaciones de los drones afuera, tratando de alejar la mirada del objeto negro mate que reposaba frente a ellos. Podríamos haberlo tirado en la pila de escombros, pensó. Retrasar la tormenta un par de siglos, tal vez menos. Pero ya era tarde para esto. Se volvió a dirigir a la pantalla.
–Aquí somos todos listos, ¿no? –Era verdad. El salón estaba poblado por ingenieros y un oficial ex militar, pero normalmente los asuntos científicos quedaban en manos de un comité gubernamental en Rio– Y lo estamos enfocando como aficionados, que si qué es, que si a qué se parece. Si es un jarrón, ¿por qué hay solamente uno?
–Habría que cavar para estar seguros. –empezó Gilbert.
–No. La empresa lleva años cavando. No muy hondo, cierto, pero sí largo y ancho. Y, hasta ahora, roca y polvo. ¿Qué significa esto? –Se giró un cuarto de vuelta– Jefe. ¿Qué significa esto?
–La luna está muerta geológicamente. Si hubiese un yacimiento profundo, haría falta un impacto de meteorito para levantar piezas hasta la superficie. No lo habríamos encontrado entero.
–¿Y si viene de fuera?
Arnold dejó que la pregunta colgara en el aire unos instantes. Desde que lo encontraron, habían intentado ser razonables. El origen externo era, ya de buen principio, manifiestamente improbable, por lo menos comparado con que lo hubiesen fabricado manos humanas en la Tierra. De aquí que tuviesen a Gilbert en conferencia. Pero sus medidas posteriores indicaban que estaba repleto de iridio. Y de aquí la duda. Los humanos podemos ser impredecibles a veces, pero somos rácanos por encima de todo. Nadie va a usar metales preciosos para un dispositivo que pudiese haber sido acero y aluminio.
–¿Quizás un arma? –sugirió Davis desde detrás.
–Sí, este yo también lo he leído, pero no es la mayor tontería que se ha dicho hoy. ¿Qué tipo? –le respondió Arnold.
–El tipo que no acaba de funcionar. Todavía estamos vivos. No hay radiación, no hay corriente, es totalmente inerte. Puede que hubiese contenido algún gas. –dijo Davis, sonando cada vez menos convencido.
–¿Y una especie de ídolo de la fertilidad?
–¿Sabes, Gilbert? –dijo Arnold sin mirarlo– Si te tuviera delante, a veces te haría callar de un ladrillazo.
Todavía tenían delante el artefacto, que llevaba cuarenta horas en la vitrina. Si bien tenía la apariencia de un utensilio primitivo, su descubrimiento tenía el potencial de cambiar la concepción que tenía la humanidad de sí misma. Tal vez por esto, y tal vez a pesar de ello, las órdenes eran mantenerlo en el más estricto secreto. Alrededor de él se agrupaban los tres hombres, de entre los cinco del equipo, en un salón austero iluminado por LEDs blancos. Había pequeñas ventanas, a las que ellas llamaban miradores, y muebles de plástico extruido, todos de tonos amarillentos y aires de máxima eficiencia.
– Pues tú eres el antropólogo, o sea que a mí me parece que deberías aportar algo más que un encogimiento de hombros. –le contestó Arnold.
– Ah, ¿queréis mi opinión experta? Haber empezado por ahí –dijo Gilbert, ahora fingidamente dramático–: está en la Luna. No lo hizo un humano. Buscad a un xenobiólogo, esto nos viene grande a todos.
Hubo un momento de silencio. Los ahí presentes estaban, por lo menos en parte, de acuerdo con él, pero con esto no bastaba. De hecho, ya habían pedido más ayuda, pero la sede no quería oír más. Tres días, un consultor discreto y llamadas cortas y esporádicas, les habían dicho, luego hay que declararlo por los canales oficiales. Cuando esto ocurriese, las posibilidades de una filtración a los medios se multiplicaban rápidamente. La balanza estaba, potencialmente, entre hacer una fortuna con la tecnología que fuese y acabar todos en la cárcel por apropiación indebida en territorio del gobierno.
¿Y qué experto elige uno para identificar un jarrón ornamental? Era una buena pregunta, que a ninguno de ellos les correspondió responder. Asignado a dedo, ostensiblemente más por con quién jugaba al polo que por la relevancia de sus estudios, Gilbert se les había aparecido el día anterior como una suerte de ángel corporativo. Y ahora lo tenían delante por segunda vez, tan servicial como la primera. El capitán alzó la voz por primera vez.
–Tiene razón, Gilbert. Ninguno de nosotros acaba de entenderlo. –hizo una pausa. Nadie tuvo la insensatez de interrumpirlo.– Y, aun así, la situación es la que es. Estamos tratando de ganar tiempo, así que lo necesitamos A USTED, incluso con sus más que justificadas objeciones.
–Pues ahora mismo estoy sin ideas. Para la próxima llamada tratad de medir algo más, no sé el qué.
Silencio de nuevo. Arnold seguía sin demasiado interés las monótonas operaciones de los drones afuera, tratando de alejar la mirada del objeto negro mate que reposaba frente a ellos. Podríamos haberlo tirado en la pila de escombros, pensó. Retrasar la tormenta un par de siglos, tal vez menos. Pero ya era tarde para esto. Se volvió a dirigir a la pantalla.
–Aquí somos todos listos, ¿no? –Era verdad. El salón estaba poblado por ingenieros y un oficial ex militar, pero normalmente los asuntos científicos quedaban en manos de un comité gubernamental en Rio– Y lo estamos enfocando como aficionados, que si qué es, que si a qué se parece. Si es un jarrón, ¿por qué hay solamente uno?
–Habría que cavar para estar seguros. –empezó Gilbert.
–No. La empresa lleva años cavando. No muy hondo, cierto, pero sí largo y ancho. Y, hasta ahora, roca y polvo. ¿Qué significa esto? –Se giró un cuarto de vuelta– Jefe. ¿Qué significa esto?
–La luna está muerta geológicamente. Si hubiese un yacimiento profundo, haría falta un impacto de meteorito para levantar piezas hasta la superficie. No lo habríamos encontrado entero.
–¿Y si viene de fuera?
Arnold dejó que la pregunta colgara en el aire unos instantes. Desde que lo encontraron, habían intentado ser razonables. El origen externo era, ya de buen principio, manifiestamente improbable, por lo menos comparado con que lo hubiesen fabricado manos humanas en la Tierra. De aquí que tuviesen a Gilbert en conferencia. Pero sus medidas posteriores indicaban que estaba repleto de iridio. Y de aquí la duda. Los humanos podemos ser impredecibles a veces, pero somos rácanos por encima de todo. Nadie va a usar metales preciosos para un dispositivo que pudiese haber sido acero y aluminio.
–¿Quizás un arma? –sugirió Davis desde detrás.
–Sí, este yo también lo he leído, pero no es la mayor tontería que se ha dicho hoy. ¿Qué tipo? –le respondió Arnold.
–El tipo que no acaba de funcionar. Todavía estamos vivos. No hay radiación, no hay corriente, es totalmente inerte. Puede que hubiese contenido algún gas. –dijo Davis, sonando cada vez menos convencido.
–¿Y una especie de ídolo de la fertilidad?
–¿Sabes, Gilbert? –dijo Arnold sin mirarlo– Si te tuviera delante, a veces te haría callar de un ladrillazo.
- Visto: 94