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El precio de la nieve

Todos los estudiantes regresaban a su casa durante las navidades y no volvían hasta febrero, cuando se descongelaban las carreteras y la universidad abría sus puertas de nuevo. Yo estaba terminando mi posdoctorado en el MIT y mi beca era muy ajustada, por lo que aproveché para escribir mi tesis en la residencia, mientras desde mi ventana contemplaba cómo Boston se convertía en una de esas esferas de cristal que venden el invierno perfecto cuando se agitan.
Me había ido de perlas, pues para mediados de enero ya había llegado a la descripción de una propuesta comercial. Toda la teoría, con sus interminables citas y referencias, así como los resultados y sus peliagudas gráficas, tan difíciles de encajar en el dichoso formato de las revistas, ya estaban plasmadas en lo que iba a ser mi primera aportación práctica a la ciencia. En esa parte había puesto yo verdaderamente mi empeño, en explicar lo necesario que era mi invento, creo que usé la palabra vital, para el restablecimiento de la costa mediterránea en mi ciudad natal, en España.
Gracias a la beca, yo había diseñado un espigón innovador para frenar el retroceso de la costa, pero ahora tocaba venderlo. El invento no tenía “un pero”: no solamente impedía que el oleaje retirase la arena de la costa, sino que además aprovechaba su energía hidráulica para convertirla en electricidad limpia. Pero todo eso ya lo había explicado a esas alturas y lo que me preocupaba era una inversión inicial muy elevada.
Estaba yo redactando las ventajas de invertir a tiempo en una medida a largo plazo, intentando convencer a ese señor, porque yo visualizaba a un señor, la figura más probable por estadística, y además fumaba un puro, que el puro estadísticamente tal vez no diera, mientras se leía mi tesis con expresión escéptica y yo, con mi apasionado escrito, iba a convencerlo de que esa inversión valía la pena, omitiendo en todo momento la palabra "rentable".
En términos ecológicos, insistía, desparramando círculos concéntricos de verborrea sobre la pantalla con ahínco, el coste del retroceso de la costa era mucho mayor que los costes de construcción de un espigón energético.
Algo llamó mi atención desde la calle. Un joven muy delgado empujaba, a paso agonizante, un enorme anciano en silla de ruedas. Las aceras estaban heladas y todo el mundo pasaba a gran velocidad por su lado, sin tocarles. Cuerpos enterrados en abrigos salían del supermercado y desaparecían por la boca del metro como una bocanada de humo. Debían conservar su calor al máximo mientras trajinaban sus activos a gran velocidad. Mi mirada cayó de nuevo sobre el penoso avance del joven hacia el supermercado y mi rodilla empezó a trastabillar bajo la mesa, como preparándose para algo.
La venta. Volví a adentrarme en esa sala con el señor del puro para apuntalar mi soliloquio. Mi tutor no pensaba que pudiera transferirse a una empresa, pero yo entonces aún creía en sus campañas por el planeta, así que defendí que un retorno económico de 80 años vista era un suspiro en comparación con lo que tardó la costa del mediterráneo en formarse y que, de otro modo, estaba condenada a desaparecer. Si a eso le sumabas la energía todo eran ventajas. Estaba ya convencido de que había ganado cuando un ruido atronador rebotó contra los cristales de mi ventana.
El anciano con sobrepeso había volcado a medio camino y ese joven raquítico, que parecía luchar contra la congelación incipiente, apenas podía enderezar la silla de ruedas vacía. Supongo que algún rincón de mi cerebro reptiliano lo esperaba, pero no por eso me había preparado mejor.
Cogí mi abrigo de 10 kilos al vuelo y corrí en zapatillas hasta la calle. Mi presencia pareció animar a la gente y entre cuatro viandantes logramos levantarlo. Los acompañé hasta el metro. “Si no llega a ser por el ruido que ha hecho, no lo habría visto.”, le dije, por amenizar el viaje e ignorar el frío. El viejo se giró sobre su traicionera trona, provocando un aspaviento en el joven, que debió temer que volviera a escapársele la silla. Me miró de reojo y con sus labios llenos de escarcha me regaló lo que en ese instante creí una obviedad: no ruido, no ayuda, sentenció gravemente, como si creyera que yo debía saberlo.
Siempre he odiado las obviedades, pero en cuanto el calor volvió a recircular mi sangre lo comprendí enseguida. Intentar vender mi proyecto era como querer poner un precio a esa nieve molesta que cerraba los negocios. Un retorno ecológico no conseguiría inversión, era obvio que necesitaba ayuda. Pedí el contacto del departamento de comunicación y empecé a desenmarañar la retahíla de sandeces técnicas que había tejido meticulosamente horas atrás. No ruido, no ayuda, me dije.
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