Cuéntame como pasó

- ¡Ya ha llegado! ¡Ya ha llegado! - gritaron algunos linfocitos.

Una célula dendrítica, inflada como un globo, se aproximaba a un ganglio linfático donde muchos linfocitos T esperaban ansiosos.

La célula estaba exhausta después de realizar el viaje más importante de su vida: desde el intestino al ganglio mesentérico. Atiborrada de componentes que formaban parte del microorganismo invasor, no dudó ni un solo momento en buscar al linfocito T destinado a ayudarla.

Todos se pusieron en fila, cada uno especialista en actuar contra una proteína concreta. Uno por uno, iban mirando si el componente que tenía la dendrítica era el que ellas conocían.

- ¡Es la mía! - dijo uno de los linfocitos mientras saltaba excitado.

La célula dendrítica no respondió. No podía perder un minuto. Entonces le dijo al linfocito toda la información que traía sobre la bacteria intrusa. Este, que era una célula muy pequeña y redondita, creció de tamaño. De él comenzaron a salir clones idénticos hasta formar un ejército de células, pero con diferentes trajes. Los que llevaban uniforme de camuflaje y metralletas eran los que tenían que volver hacia la región donde se había encontrado por primera vez la bacteria. Eran la primera línea de defensa encargada de destruirla.

- Que todas las quimioquinas se coloquen en los vasos sanguíneos y guíen a estos linfocitos hasta la amenaza - ordenó la célula dendrítica.

Por otro lado, aparecieron otros linfocitos con apariencia de intelectuales. Parecían capaces de recordar cómo era la bacteria durante muchísimo tiempo. Eran los linfocitos de memoria, que se fueron distribuyendo por todos los rincones del organismo.

Y finalmente, allí estaban los linfocitos T foliculares. Los únicos que conocían el idioma que hablaban las células B, las encargadas de producir anticuerpos. Estos solo tenían una misión: encontrar a la célula B específica y contarle todo lo que conocían del microorganismo.

Las células B se pusieron en fila. Todas fueron hablando con los linfocitos T, pero ninguna sabía nada sobre el patógeno. Iba pasando el tiempo y los linfocitos T foliculares parecían estar desesperados. La célula B específica no aparecía por ningún lado.

- Buscadla por todos lados, ¡que aparezca! - dijo la célula dendrítica - Queda poco tiempo. Necesitamos anticuerpos que bloqueen la infección. Las células que se encuentran luchando se están agotando".

En ese momento, todas las células que por allí andaban se fueron en búsqueda de la célula B. La dendrítica no fue menos y fue órgano por órgano para ver dónde se había metido.
Ni rastro en los ganglios del cuello, ni en los de la axila. En el bazo, donde también vivían muchas células B, nadie parecía conocerla.

- Como se haya metido al cerebro… Sabe que por ahí no nos dejan pasar - pensó la célula dendrítica.

Pero de repente, se puso a pensar.

- ¿Dónde puede estar escondida? ¿Cuál es el único lugar donde va una célula B al principio y al final de su vida?... ¡Lo tengo!

Y sin pensarlo dos veces, se puso a correr. El lugar en el que estaba pensando era inhóspito. De hecho, ella llevaba sin estar allí desde su nacimiento.

Cuando llegó, se encontró un montón de células a las que no había visto nunca. Había muchas de color blanco formando el hueso, y dentro un montón de células que acababan de nacer. No le hizo falta avanzar mucho más para verla. Allí estaba, rodeada por dos células que formaban un vaso sanguíneo.

La célula B estaba intentando liberarse. Había querido salir de la médula ósea por una zona muy estrecha y se había quedado atascada.

- Que todas las quimioquinas que se encuentren por la sangre empiecen a tirar de la célula B - ordenó rápidamente la dendrítica.

Todas las quimioquinas cogieron a la célula B y tiraron varias veces de ella al unísono. Cada vez eran más las moléculas que intentaban ayudar a la célula atascada, pero no conseguía salir del atolladero. Todas las células estaban desesperadas. Ya no quedaban más líneas de defensa contra la bacteria.

Y de pronto, la célula dendrítica, como último recurso, empezó a estirar sus tentáculos lo máximo que pudo. Se estiró y estiró hasta ocupar la máxima superficie posible. ¡Y zas! Le metió un empujón tan grande a la célula B que salió disparada por la sangre.

Una vez liberada, le fue pan comido hablar con el linfocito T folicular. Cuando supo todos los conocimientos que tenían sobre la bacteria, se cambió de ropa y se marchó hacia el lugar donde se estaba jugando la batalla. Ahora sí que era capaz de producir anticuerpos.

Hoy en día, solo las células de memoria, las que tenían pinta de intelectuales, son las únicas que recuerdan esta historia. Sin embargo, siguen contándosela al resto del sistema inmune para que no haya ni una sola lucha perdida contra las bacterias.
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