Antes de que suenen las campanas
Dedicado a Andrés y José Luis Bartolomé
Valladolid, 26 jun. 1904
Ilmo. Sr. Marqués de Pedro Miguel
Querido: Disculpa la brevedad de mi respuesta, pero estos días apenas he podido tomar aliento y el estallido de las campanas amenaza indiscretamente con sobresaltarme mientras te escribo.
Para compensarte me arranco con una pincelada del viejo arte poético.
Canta, oh ángel, la cólera del Dr. Marido; cólera funesta del científico que abrió en canal las arcas del laboratorio y derramó después sobre su esposa una catarata de insultos – cumpliéndose así la voluntad del Señor – para desquitarse del último fracaso en la búsqueda de la radiación N.
Por un momento, pensé que sería gracioso dárselo a leer. Mejor no.
Durante las últimas semanas nos ha llegado una batería de intentos frustrados de medir fuentes de esta radiación, según los franceses, como los mecheros Nernst, ranas y conejos.
Pensar duele.
Duele pensar sobre una radiación que sigue sin existir fuera de la Galia, por supuesto que no en nuestro laboratorio, al tiempo que lleva a mi marido a una esquizofrenia de la cual yo soy el daño colateral.
Hablar duele.
Duele hablar de ilusiones experimentales, de espectros jamás reproducidos, de rumores sobre sabotajes, de motivaciones políticas, de hombres cruzando el Atlántico para desenmascarar una farsa, y no provocarle ningún comentario diferente a: este descubrimiento no es ninguna necedad.
Si hemos de ser necios, pienso que al menos todos deberíamos poder aceptar unas necedades comunes.
Ahora me pregunto: ¿sobre quién caerá la espada? A los franceses les salvarán sus monumentos; a mi marido, a su desdichada carrera profesional, ¿quién lo sacará del descrédito después de que intentara ganarse la admiración de los colegas anunciando unos resultados que jamás tuvo?
Una vez más, la maldad corre más deprisa que la muerte, como dijo aquél.
¿Y a mí? ¿Quién me salvará de no parir ningún hijo suyo y de ser la mujer más torpe del mundo, magister dixit?
Creo que sólo puedo salvarme leyendo, o al menos eso quiero.
Me parece que los científicos poseen un optimismo como el del protagonista del libro. Así, todos los fenómenos están conectados necesariamente por una cadena que se remonta hasta el comienzo de todo, dibujando un orden divino que se puede desvelar felizmente como si de una novela de ese detective inglés tan de moda se tratase.
Nὴ τὸν κύνα, ¿no será que el orden lo ponemos nosotros sobre las impresiones sensibles que tenemos del mundo, que al entrar en nuestro imaginario se vuelven humanas y por tanto asimilables, pero que ya no son las cosas de las que hablamos?
¿Y no es ingenuo pensar que cualquier persona fuera de uno mismo puede entender un texto escrito por otra, como esta carta?
Quizás ni uno mismo.
Pero seguimos intentándolo porque no somos capaces de librarnos de la falibilidad de nuestros sentidos, porque tal vez la incomprensión sea un mal necesario, porque tal vez la añoranza de un sistema de comunicación perfecto sea tan optimista como suponer un orden natural de las cosas.
Yo, en cambio, prefiero el orden humano de las cosas.
En primer lugar, tirar al suelo ese estúpido bombín que vuelve los cráneos de los hombres bolinches chamuscados. Luego, quitarte rápidamente la chaqueta del traje para levantarte el cuello de la camisa y abalanzarme con mis colmillos a esa vena palpitante tan sabrosa. Una vez a mi merced, te pediré que me desabroches el infame corsé para que mis pechos puedan respirar libres. Porque la libertad, como he aprendido, no existe en forma de sustantivo; liberarse es un predicado que podemos ejecutar en nuestras precarias circunstancias. Así, el tacto de tu lengua por mi espalda me saca del matrimonio concertado con un viejo desgraciado que se creyó llamado a ocupar un lugar en la historia de la ciencia, ignoraba en qué bando; las caricias de tus yemas sobre mi vientre me libran de ser la palangana donde el infeliz trata de volcar su merecida miseria; la ternura de nuestros besos borra de mi cabeza este infierno de mentiras, sátrapas y decepciones.
Y mientras espero, me libero escribiendo esta carta, que quizás ni yo entienda, pero que sí sé para quién es, y por eso, aunque tampoco la comprenderás del todo, anhelo que los signos aquí escritos marquen en tu conciencia la necesidad de vernos a la mayor brevedad posible.
Eso es suficiente.
Toda esta libertad me ha hecho mojar la silla como si hubiera brindado hasta el amanecer en la fiesta de Agatón. Me consuela saber que fue por la mejor de las causas.
Ahora he de encontrar un trapo antes de que suenen las campanas.
Contigo libre,
Aretí
PD: te mando de vuelta el Cándido (ansiosa por comentarlo en persona).
Valladolid, 26 jun. 1904
Ilmo. Sr. Marqués de Pedro Miguel
Querido: Disculpa la brevedad de mi respuesta, pero estos días apenas he podido tomar aliento y el estallido de las campanas amenaza indiscretamente con sobresaltarme mientras te escribo.
Para compensarte me arranco con una pincelada del viejo arte poético.
Canta, oh ángel, la cólera del Dr. Marido; cólera funesta del científico que abrió en canal las arcas del laboratorio y derramó después sobre su esposa una catarata de insultos – cumpliéndose así la voluntad del Señor – para desquitarse del último fracaso en la búsqueda de la radiación N.
Por un momento, pensé que sería gracioso dárselo a leer. Mejor no.
Durante las últimas semanas nos ha llegado una batería de intentos frustrados de medir fuentes de esta radiación, según los franceses, como los mecheros Nernst, ranas y conejos.
Pensar duele.
Duele pensar sobre una radiación que sigue sin existir fuera de la Galia, por supuesto que no en nuestro laboratorio, al tiempo que lleva a mi marido a una esquizofrenia de la cual yo soy el daño colateral.
Hablar duele.
Duele hablar de ilusiones experimentales, de espectros jamás reproducidos, de rumores sobre sabotajes, de motivaciones políticas, de hombres cruzando el Atlántico para desenmascarar una farsa, y no provocarle ningún comentario diferente a: este descubrimiento no es ninguna necedad.
Si hemos de ser necios, pienso que al menos todos deberíamos poder aceptar unas necedades comunes.
Ahora me pregunto: ¿sobre quién caerá la espada? A los franceses les salvarán sus monumentos; a mi marido, a su desdichada carrera profesional, ¿quién lo sacará del descrédito después de que intentara ganarse la admiración de los colegas anunciando unos resultados que jamás tuvo?
Una vez más, la maldad corre más deprisa que la muerte, como dijo aquél.
¿Y a mí? ¿Quién me salvará de no parir ningún hijo suyo y de ser la mujer más torpe del mundo, magister dixit?
Creo que sólo puedo salvarme leyendo, o al menos eso quiero.
Me parece que los científicos poseen un optimismo como el del protagonista del libro. Así, todos los fenómenos están conectados necesariamente por una cadena que se remonta hasta el comienzo de todo, dibujando un orden divino que se puede desvelar felizmente como si de una novela de ese detective inglés tan de moda se tratase.
Nὴ τὸν κύνα, ¿no será que el orden lo ponemos nosotros sobre las impresiones sensibles que tenemos del mundo, que al entrar en nuestro imaginario se vuelven humanas y por tanto asimilables, pero que ya no son las cosas de las que hablamos?
¿Y no es ingenuo pensar que cualquier persona fuera de uno mismo puede entender un texto escrito por otra, como esta carta?
Quizás ni uno mismo.
Pero seguimos intentándolo porque no somos capaces de librarnos de la falibilidad de nuestros sentidos, porque tal vez la incomprensión sea un mal necesario, porque tal vez la añoranza de un sistema de comunicación perfecto sea tan optimista como suponer un orden natural de las cosas.
Yo, en cambio, prefiero el orden humano de las cosas.
En primer lugar, tirar al suelo ese estúpido bombín que vuelve los cráneos de los hombres bolinches chamuscados. Luego, quitarte rápidamente la chaqueta del traje para levantarte el cuello de la camisa y abalanzarme con mis colmillos a esa vena palpitante tan sabrosa. Una vez a mi merced, te pediré que me desabroches el infame corsé para que mis pechos puedan respirar libres. Porque la libertad, como he aprendido, no existe en forma de sustantivo; liberarse es un predicado que podemos ejecutar en nuestras precarias circunstancias. Así, el tacto de tu lengua por mi espalda me saca del matrimonio concertado con un viejo desgraciado que se creyó llamado a ocupar un lugar en la historia de la ciencia, ignoraba en qué bando; las caricias de tus yemas sobre mi vientre me libran de ser la palangana donde el infeliz trata de volcar su merecida miseria; la ternura de nuestros besos borra de mi cabeza este infierno de mentiras, sátrapas y decepciones.
Y mientras espero, me libero escribiendo esta carta, que quizás ni yo entienda, pero que sí sé para quién es, y por eso, aunque tampoco la comprenderás del todo, anhelo que los signos aquí escritos marquen en tu conciencia la necesidad de vernos a la mayor brevedad posible.
Eso es suficiente.
Toda esta libertad me ha hecho mojar la silla como si hubiera brindado hasta el amanecer en la fiesta de Agatón. Me consuela saber que fue por la mejor de las causas.
Ahora he de encontrar un trapo antes de que suenen las campanas.
Contigo libre,
Aretí
PD: te mando de vuelta el Cándido (ansiosa por comentarlo en persona).
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